Mis retiros eran continuos a la ciudad, el pueblo me picaba, la ciudad me encantaba, quizás porque vivir toda una vida en un pueblecito de no más de mil habitantes hacía que las historias se acabaran no más allá de los 25, que fue cuando por primera vez cruce la línea delgada de mi pueblo de toda una vida con la majestuosidad de la gran ciudad.
No se nace donde se quiere y sobre todo, cuando uno logra estar donde le gusta, aprendes a vivir a caballo entre lo que se siente, con lo que se tiene. Cuando uno nace en una familia acomodada, de un pueblo pequeño, las cosas son como son, no tienen mayores sobresaltos, al final lo tienes todo, aprendes sin estar al lado de nadie, sin amigos, solo del maestro que viene expresamente a enseñarte a ti y a tus cinco hermanos. Vistes bien, no pasas hambre, no estimas las faltas porque nunca las tienes. Mis padres nunca fueron ni mejores ni peores, unos padres con la condición de grandes terratenientes. Aprendieron muy bien la labor más útil de este tipo de estirpe social, la de ayudar en mayor medida a los vecinos.
Padre procedía de una familia con la condición bien adquirida de terrateniente de la zona, con grandes posesiones en tierras, ganadas con la dedicación exclusiva y la gran explosión de finales del siglo XIX, de la Revolución Industrial y las exportaciones a Latinoamérica. Nunca supe bien porque no conocí a mis abuelos paternos, la experiencia luego me dijo, que en la política no existen familias, si compromisos, y mi padre los pago y muy caros. Francisco Ortiz de Ponce, bien aparentado, de grandes ojos verdes, pelo negro rizado, con la sensación de que el peine nunca había tocado dicha cabellera, pero con la perfecta estampa peinada y la cara siempre lavada, de gran corpulencia y buenos ropajes, padre no era más que un pobre desgraciado al que la vida lo había tratado muy bien hasta el momento en el que las grandes decisiones saltan a la palestra y él tuvo que elegir. Renegado por su familia, por sus ideas renovadoras, fue apartado no sin antes recibir un puñado de duros, alguna tierra de vega en la que se asentaba una casa no más grande de 80 m2, que la verdad, era más de lo que se tenía o se podía. Nunca más, supo de su familia. Un día, un camión se lo llevo, para no saber nada más de él.
Mi padre conoció en su retiro forzoso a su nuevo hogar a mi madre, en un caluroso verano del 1911, en las fiestas del pueblo, Francisco sin nada que ofrecer, y con tan poco tiempo en el pueblo, pronto fue reconocido como el poderoso. Conforme pasaron los años, mi padre amaso buena fortuna, con el trabajo y la experiencia de cosechar la tierra en buen momento y porque no decirlo, el saber leer y escribir fueron grandes artífices de estar por encima de muchos campesinos y jornaleros pueblerinos.
Marta Sonseca fue la mujer de la vida de mi padre y sin duda la mejor mujer que he conocido en mi vida y no porque fue mi madre hasta que las fiebres amarillas o la cuestión de trabajar después de la guerra para sacar a cinco hijos adelante hizo que no pudiera más. Mujer trabajadora, inteligente, hermosa, guapa, de cuerpo fino y pelo rubio, de cara ardiente y corazón caliente. Era la segunda de una familia de rutina del pueblo, hija de un jornalero del campo, que poseía un mulo y dos ovejas que daban leche un día sí, un día no, pero siempre mantenían la felicidad del quererse los unos a los otros. Tampoco conocí a mis abuelos maternos, murieron los dos en las grandes epidemias de tuberculosis que se llevaron a cientos de personas de los pueblos más pequeños, en donde el médico no pasaba no más de cinco veces al mes y la sequia de la época empeoro la situación y no solo en lo referente a la gran epidemia, sino también al nerviosismo de la gente. Se quemaron casas infectadas, el saqueo se convirtió en rutina y la desesperación se llevo por delante a más de una familia al completo. Madre siempre contaba que ella y sus dos hermanos se libraron porque su padre se los llevo con su tía a la ciudad, para luego a los tres años volver y saber de la muerte de sus padres. Esa huida a la gran ciudad hizo que Marta, no solo aprendiera el arte de la costura, sino que aprendió a leer y a escribir y a amar desconsoladamente a una ciudad llena de emociones. Al tiempo comprendí, de donde precedía mi gran afición a una ciudad que lo tiene todo.
Pase mi niñez encerrado en una casa de 80 m2, entre historias vagas y diversas, aficiones al monoteísmo más radical de lo puramente terrenal, deseando cantar fabulas y leyendo libros descabelladamente, como única arma contra las incurables fiebres que por aquellos entonces hacían estragos contra los menos agraciados, pero que conmigo fue vehemente y me permitió escribir historias, a la edad de 10 años. Cuando uno está a punto de morir, descubre rápidamente que la vida es tan corta que no te da tiempo a poder disfrutarla.